Elegía a Ramón Sijé

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero:

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

domingo, 1 de marzo de 2015

UN TEXTO DE ACTUALIDAD

 


 Doñana, a vista de pájaro















Os dejo aquí un fragmento de un artículo  del periodista Carlos Herrera. Imaginad que fuera el del examen: ¿qué preguntas incluiríais sobre él? (Preguntas sobre el texto en sí y sobre su morfología y sintaxis: es decir, analiza las formas verbales, busca pronombres o adjetivos o determinates..., escoge una oración simple o coordinada y analízalas)

   Es la marisma. Es el Guadalquivir. Es el arroz. Las zancudas. Los albures. Es nuestra Louisiana, o nuestro Mississippi, el que ardía en aquella memorable película de Alan Parker. El escenario en el que el brillante Alberto Rodríguez ha localizado la historia de su película La isla mínima es ese desparrame del río más cantado poco antes de darse de bruces con el Atlántico, allá por Sanlúcar de Barrameda. Los barcos circulan desde la desembocadura a Sevilla como por una calle mayor, al compás que marca el Práctico y a la orden de paso de la esclusa hispalense, como hicieron en su día Magallanes o Elcano, o Colón, o los Pinzones a bordo de cascarones imposibles con los que cruzaron el mundo.  
   Es un paisaje que parece hecho a mano, de amaneceres corteses y delicados, de poderosos y sobrecogedores atardeceres, cuando el sol va buscando su barra en el mar, al otro lado del Coto, del Inglesillo, del Malandar. Paraíso para el furtivo, una de las márgenes es pasto de corzos, ciervos, patos colorados, ánsares, somormujos, flamencos de aluvión e ida y vuelta. Y las aguas que bajan desde Cazorla la Serrana, allá a lo lejos, esconden anguilas, sábalos, pejerreyes y lisas. Hubo esturiones hasta los sesenta o así, aunque un par de proyectos que no acaban de arrancar pretenden reintroducirlos. 
   Cuando el director de La isla mínima, premio Goya y más cosas, vio la localización, vio también la película. Sin la una no podía haber habido la otra. Y se ha dedicado a fotografiarla con deleite, también como una obra manual, artesanal, irrepetible, en la que hasta las aves parecen estar a las órdenes de un director de fotografía que ha hecho la cinta de su vida. No gozo de autorización fílmica suficiente como para hacer un desglose crítico de la película, pero sí sé lo que me desarreglaron los sentires las imágenes que Alberto ha obtenido del estuario del río Betis y el finísimo trabajo de dirección artística que ha conseguido reproducir con una fidelidad asombrosa cada estampa atribuible a los primeros años ochenta. La interpretación, la velocidad de la acción, el guion, la propia historia narrada y el retrato humano de los pobladores son, como todo, discutibles, y podrán gustar más o menos, pero la película en su conjunto pesa en las manos, como una fotografía íntima, con plomo y oro, de un paraíso escondido. Vayan a verla.

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